El valor de los pequeños gestos

Hace un par de semanas, en plena calma de una mañana de verano, estuvimos despuntando la viña.
Es una de esas tareas que podrían pasar desapercibidas para quien no está dentro del ciclo de la vida, pero que, para mí, marcan la diferencia entre hacer vino y hacer buen vino.

El despunte consiste en cortar los extremos de los sarmientos, esos brotes que crecen con fuerza, buscando el cielo sin medida. Lo hacemos no porque molesten, ni por capricho, sino porque si dejamos que la planta siga creciendo sin control, invierte su energía en lo que no le corresponde en este momento.

En esta etapa, lo importante no es crecer, sino madurar.
Y para que la uva lo haga bien, la planta necesita ayuda. Necesita que alguien la escuche, la observe, y entienda cuándo es momento de cortar para poder concentrarse en lo esencial.

Despuntar es, en el fondo, un acto de confianza y cuidado.
Con ese gesto conseguimos que la luz llegue mejor a los racimos, que el aire circule entre las hojas, que el viñedo respire mejor. Pero sobre todo, conseguimos que la energía de la planta se dirija al fruto, que es el alma del vino.

Hay algo muy humano en este trabajo. Tal vez por eso me gusta tanto.
Porque habla de equilibrio, de saber cuándo frenar, de priorizar lo importante frente a lo urgente. Porque me recuerda que, igual que la vid, a veces nosotros también necesitamos que nos despunten un poco las ramas para reenfocarnos.

Cada vez que realizo esta tarea, pienso en lo que vendrá: en las uvas que vamos a recoger, en el vino que nacerá de todo este esfuerzo silencioso, y en las personas que lo van a disfrutar, sin saber todo lo que hay detrás de cada copa.

Trabajar la viña no es solo un oficio. Es una forma de vida.
Y es en detalles como este donde se esconde la verdadera diferencia.

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